Philosophia por Enrique Laso (II)
lunes, agosto 15, 2011
Se me hace difícil esta segunda entrega del cuaderno de notas de mi libro dedicado al pensamiento filosófico. Como la primera entrega, este post es un retazo, un breve apunte de los muchos que irán dando forma a un libro que espero tener listo a principios de 2013. Y se me hace difícil porque la mayoría de la gente que conozco, y posiblemente el 90% de mis amigos, son creyentes. Y los respeto. Pero al igual que el respeto de ellos no puede significar renunciar a disfrutar y expresar abiertamente sus creencias, el mío no puede significar ocultar mis opiniones.
El ser humano, desde muy antiguo, desde hace más de 5.000 años, cuando las primeras culturas como tales, la egipcia y la mesopotámica, tomaron forma, ha necesitado comprender de alguna manera su entorno, qué explicaba los extraños fenómenos que tanto afectaban a su existencia. Su cerrazón le provocaba pavor. También ha tenido un miedo atroz a la muerte, a dejar de existir para siempre. Mientras asumía casi sin mediar reflexión alguna que los objetos y el resto de seres vivos tuvieran una existencia «limitada», le costaba horrores aceptar que así fuera consigo mismo.
La capacidad de pensar, de reflexionar, nos ha dado la oportunidad de adaptarnos al entorno como ningún otro ser vivo sobre La Tierra, y ha permitido que en apenas diez milenios hayamos pasado de ser algo así como un homínido a lo que hoy somos (basta con compararnos con cualquier otro ser vivo en la actualidad para comprender que nuestro desarrollo ha sido sensacional). Pero, básicamente, nuestros miedos primarios persisten, y en nuestro presente apenas el 5% de la población mundial es atea.
La deidades (u otras fuerzas similares, ya que entre los símbolos que he colgado los hay de religiones no teístas) permitían al hombre primitivo dar explicación a hechos tan cotidianos, y que ahora comprendemos, como la lluvia, la crecida de un río, las mareas, los eclipses, las fases lunares o las estaciones. Todos ellos fenómenos que afectaban, y siguen afectando, a la vida de las personas. Pero también, dando una nueva vuelta de tuerca, también ayudaban a aclarar enfermedades, muertes y otras desgracias de similar índole. Además, concedían la esperanza de un futuro mejor, de una vida más allá de la terrenal. Pronto los mandatarios y los sacerdotes se dieron cuenta de que manipulando las creencias multiplicaban su poder, e incluso daban explicación «moral» a su privilegiada situación, frente a la precaria de los pueblos que dominaban.
Desgraciadamente, el ser humano sigue necesitado de esperanza. Y, ciertamente, la religión es un extraordinario linimento. No existe argumento racional que logre apartar a una persona de su fe, porque la fe carece de toda lógica. Y el ser humano es mucho más pasional que racional, y trata de encontrar atajos para controlar o comprender lo que le es insondable. Si hubiéramos sido pacientes, jamás habrían tenido espacio las deidades. Pero era, y es hoy, preciso para el común de los mortales, tener una explicación rápida para procesos que son, ciertamente, bastante complejos, y que muchas veces han escapado de nuestro desarrollo cognoscitivo e intelectual (al igual que sucede en la actualidad, en los que temas como el origen del Universo o su infinitud siguen sin tener una explicación convincente).
Y que la muerte nos llega y ahí se terminó todo es algo que no nos hace ninguna gracia. No nos la hacía hace 5.000 años y sigue sin hacérnosla ahora. Y claro, frente a la «terrible» verdad de que llegamos, vivimos un tiempo (insignificante, comparado no ya con el tiempo cósmico, sino con la Historia de la Humanidad) y desaparecemos, al igual que una flor, una abeja o un gatito, es preferible «creer» que después hay algo; y puestos a que haya «algo», que eso sea bueno, que merezca la pena.
Sorprende, también, la poca curiosidad del creyente, en términos estadísticos. Es como si comprendiese que el conocimiento no le conducirá nada más que a algo terrible: perder su fe (y, posiblemente, así sea para una buena parte de la población del mundo). A lo largo de los años he sostenido largas y amigables conversaciones con cristianos, islamitas y judíos (aunque en menor medida en el caso de estos últimos) que desconocían el origen pagano de muchas de sus celebraciones y/o costumbres, o la compleja política e intereses sobre los que se han cimentado sus religiones tal y como las conocemos, o, y esto ya es de órdago, que su fe está depositada en una deidad común (judíos y cristianos si saben de su pasado colectivo, pero la mayoría de ellos desconocen todo lo que comparten, que es muchísimo, empezando por la deidad y siguiendo por los profetas, con el islam).
Así las cosas, llegamos a la conclusión de que para el ser humano es más sencillo, cómodo y rápido creer que comprender. Y este asunto, que hoy constreñimos al aspecto religioso, será abordado con detenimiento más adelante, cuando abordemos otras materias igual de importantes.
Para no seguir agotando al paciente lector, cierro con una cita del filósofo, médico y sabio cordobés Averroes (Siglo XII). Aunque la intención de la frase no era la que yo, y muchos antes que yo, sugerimos, la verdad es que no extraña que la usemos para nuestras «infames» intenciones, porque es muy esclarecedora y convincente:
Todas las religiones son obras humanas y, en el fondo, equivalentes; se elige entre ellas por razones de conveniencia personal o de circunstancias.