Así Soy (Autobiografía ELF – 5ª Parte)
miércoles, octubre 22, 2008
1981 fue un año intensísimo, en todos los aspectos. A partir de este momento mis recuerdos se van afianzando, y la bruma con la que antes podía justificar algún desvarío de la realidad ahora ya será sencilla y llanamente impostura, deformación intencionada de lo que fue, con el fin de darle tintes heroicos a mi mundana existencia o de dulcificar determinados episodios quizá traumáticos. En aquellos años mi afición a la televisión se disparó (en gran medida porque compramos un televisor en color y el antiguo, en blanco y negro, se pasaba gran parte del tiempo en mi habitación). Así series como «El Show de Benny Hill», «Enredo», «Arriba y Abajo» o «Lou Grant» me tenían pegado a la pequeña pantalla. También fantásticos programas, como el inolvidable «Sabadabada». También la música cobra un protagonismo que hasta entonces había sido tangencial: Mike Olfield, Depeche Mode, Vangelis, Simple Minds y, sobre todo, Jean-Michel Jarre forman parte indisociable de la sintonía de fondo de mi vida. El cine merece un punto y aparte: peliculones como «En busca del arca perdida», «Carros de Fuego» (a la que dediqué un post) o «Volver a empezar» no hicieron sino consolidar mi pasión por el séptimo arte. La literatura aún no era prioritaria, y aunque ya escribía con frecuencia siempre lo hacía pensando que se trataba de guiones para mis futuros (e inminentes) filmes. Por aquel entonces seguía leyendo, sobre todo, a Verne, a Salgari, aunque empezaba con Delibes y con Cela, a los que combinaba sabiamente con Mortadelo y Filemón y con los cómics que me padre me facilitaba de mis superhéroes favoritos: Iron Man y Daredebil. También la política irrumpió con fuerza ese año. El intento de golpe de Estado, del 23-F, creo que marcó a los niños y adolescentes de aquella generación nacida cuando la dictadura agonizaba. Para nosotros Franco era un cadáver, un señor que venía marcado en la cara de la monedas, alguien al que le dedicábamos el Himno nacional («Franco, Franco, que tiene el culo blanco porque su mujer, lo lava con Ariel…») y que todavía tenía el nombre de muchas calles o plazas… pero vivíamos en democracia. Aquella intentona nos recordó que este país aún no se había librado del todo del fantasma de la represión, y que iba a hacer falta mucho tacto para consolidarnos como el país que hoy somos (pese a que, a día de hoy, un partido político tan importante y respaldado como el PP siga sin condenar aquel maldito régimen criminal). Pero en lo personal, el acontecimiento más importante de aquel año fue, sin lugar a dudas, el nacimiento el día 1 de septiembre de mi hermana Patricia. Fue como un rayito de sol que vino a engrandecer a nuestra pequeña familia. A mí, me hizo madurar a marchas forzadas. También hubo otro asunto de relevancia: pedí que se casara conmigo por primera y por última vez a una chica (por entonces aún creía en Dios, y de hecho al año siguiente haría la Primera Comunión). Se acababa tercero de EGB y yo sabía que al año siguiente ella se iría a un colegio y yo a otro. Llevaba enamorado de ella desde mediados de segundo curso, y en aquel tercero en el que un profesor con un nombre de los de antaño (Don Aurelio) me decía constantemente que yo era un romántico me declaré. Recibí un tortazo en primera instancia como respuesta (por atrevido), pero afortunadamente la historia tuvo continuación. Fue una noche, en mi casa, mientras su familia y la mía se apretujaban en el salón ella y yo estábamos en mi cuarto, supuestamente viendo el «Un, dos, tres…», en la televisión vieja en blanco y negro. Allí me dijo «¿Te acuerdas de lo que me preguntaste hace algún tiempo?», «No sé de qué hablas», respondí yo, temblando, y claramente intuyendo el asunto al que se refería, «De casarnos…», «Sí, claro que me acuerdo», dije, colorado y temblando, «Todavía no te he respondido», «Me diste una torta», «Sí»… Y entonces nos acercamos y nos dimos un beso ligerísimo en los labios, el beso más blanco y más puro que jamás haya dado. Apenas sí nos volvimos a ver, hasta pasados dos años, y entonces ya todo era distinto. Aquella niña preciosa se llamaba Esther, Esther López García, como se decía entonces, cuando teníamos que gritar nuestros nombres mientras Don Aurelio pasaba lista a primera hora.