Eurovisión
jueves, mayo 29, 2008
Eurovisión supone una de esas extrañas y casi vergonzosas pasiones que uno tiene y que suele soportar calladamente, casi de manera clandestina. Año tras año esta pasión se va apagando: fruto de las decepciones, de la multiplicación de países del este de Europa que lo han convertido en un concursos de la zona, del cutrerío de algunas ediciones, de la falta de calidad (y esta edición no ha sido de las peores), de la falta de rumbo y criterio…
El caso es que cada año me siento frente al televisor y hago mis apuestas con mi mujer y con mi hija. Suele ganar casi siempre la primera, y yo suelo hacer el ridículo, con mis sempiternas apuestas por Francia o por alguna balada ñoña. El año pasado acerté, y la alegoría servia se llevó el gato al agua. Una extraña excepción para confirmar la regla. De esta edición prefiero no hacer comentarios.
Mi devoción por este concurso arranca en la niñez, y viene lastrada por un buen puñado de excepcionales canciones que ganaron el certamen o triunfaron gracias a él en los sesenta y setenta. Podría hacer una lista bastante nutrida, pero he preferido colgar la canción con la que France Gall obtuvo para Luxemburgo la vistoria en 1965. Es mi favorita de todos los tiempos, y posiblemente seguirá así por muchos años, visto lo visto.